viernes, 16 de enero de 2015

Ibn Arabí, precursor de Carl G. Jung y el inconsciente colectivo (II)

Ángel Alcalá MalavéWeb Islam
       
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Del mandato hermético "Conócete a ti mismo" al hadiz: "Yo era un Tesoro oculto y quise ser conocido"

Influencia de Ibn Arabí en Carl Jung
Llegados a este punto, y una vez puestos sobre la mesa los distintos hilos argumentales que después habremos de enhebrar como un todo lógico, se impone transcribir ya en cuál de sus textos Ibn Arabí nos habla de eso que siglos más tarde Jung reformularía como "inconsciente colectivo".

En el Fusus, lógicamente, ese precioso tratado revelado por el propio Profeta Muhammed - s.a.s- con la orden expresa de que fuera publicado para beneficio de los hombres, y motivo por el que el místico murciano determinó que no fuera editado junto a ninguno otro de sus libros. Y decimos "lógicamente" porque en él nos revela la enseñanza de los veintisiete profetas que le precedieron, desentrañando las claves más profundas de sus respectivos mensajes procedentes de la Fuente divina.

Esa misma cadena profética está estrechamente ligada con la alquimia, tal y como también desveló otro de los hombres más perfectos de su tiempo: el gran filósofo y alquimista Yabir Ibn Hayyán, discípulo de Yafar as-Sadiq, sexto Imán del shiísmo, y a nuestro entender, la persona sobre la... que recae el misterioso enigma del Pseudo-Empédocles árabe, pues que fue él, (y, como recordará el lector avisado, fue Alí b. Abi Tabib, yerno del Profeta - s.a.s.- quien afirmó que "la alquimia es hermana de la profecía").

He aquí otro hilo que, al atarse debidamente, permite comprender por qué motivo Ibn Arabí - que no oculta la influencia recibida de Ibn Masarra, discípulo del mencionado Pseudo-Empédocles- fue luego acogido con los brazos abiertos por todo el shiismo, los ismailíes y los ishraqiyyun de al-Sohrawardi. Fue en su escuela de Basora en el siglo VIII d.C. donde más se estudió la correspondencia de las letras con los astros, entre otras muchas perlas herméticas debidamente engarzadas con la sabiduría y la preciosa poética del Islam. En todas estas materias, al-Ándalus resplandecería como un rubí en un cofre o un granado florido en pleno mes de septiembre. Y desde esta perspectiva, se comprende mejor cómo ese resplandor no procedió de una inexistente filiación shií, sino de la propagación de la filosofía hermética en el seno esotérico del Islam: el sufismo.

Vayamos al texto. Dice así:
"Debes saber que aquello a lo que se dice: la alteridad del Verdadero, o bien lo denominado de otra manera el Mundo, es en relación al Verdadero lo que la sombra al individuo; y así, es la sombra de Allah. Y es la misma atribución de existencia al mundo, pues la sombra tiene sin duda carácter para el sentido, pero cuando hay allí algo sobre lo que pueda proyectarse. Y aunque puedas suponer la no existencia del lugar para la sombra, podrás al menos decir que es una realidad inteligible, mas sin existencia para el sentido. Estará en potencia en la identidad del individuo al que se le atribuya. El lugar donde se proyecta esta sombra iláhica es aquello a lo que se dice el Mundo: es el conjunto de las actualizaciones de los posibles. Sobre esas determinaciones se extiende esa sombra y a partir de ella son sus percepciones según la Acción de la Identidad que, a su vez, es expansiva".

(Ibn Arabí, Los engarces de la sabiduría, ed. Hiperión, p.51)
Entramos de lleno en el terreno de la metafísica, pero por lo pronto, ya hallamos dos términos con los mismos sentidos que posteriormente emplearía Carl G. Jung: sombra, y proyección, concepto con el que expresa aquello que el individuo no reconoce dentro de sí, en la concha-receptáculo de su conciencia: "Todo aquello que no se reconoce, se proyecta", afirmará el psiquiatra suizo.

Manuscritos autógrafos de Ibn 'Arabi, pertenecientes al Museo de Arte Turco e Islámico en el palacio de Ibrahim Pasa, Estambul.
Por eso el sufismo y la teosofía de la luz de los místicos persas - quienes, a su vez, habían reformulado el mazdeísmo de Zoroastro y su fuego- hablan continuamente de luces y de espejos. En Ibn Arabí, aparece todo ello en los dos primeros capítulos del Fusus, y por supuesto, también en el Futuhat (I, 163; IV, 430). Porque es el espejo quien refleja aquello que nosotros no reconocemos en nuestro interior, y al rebotar, es proyectado hacia el exterior, en el otro. En el texto arriba transcrito, aparece el Mundo como sombra de esa Luz divina, Fuente de toda fuente, incluida Su propia sombra, reflejada en esta esfera sublunar que llamamos Tierra. Y especifica claramente, que el mismo fenómeno acontece con el individuo, porque como es Arriba, es Abajo, y ya Hipócrates había establecido la analogía entre el hombre y la Tierra, aunque para fines medicinales, como efectivamente haría toda la tradición de la alquimia vegetal desde mucho antes que Paracelso, que bebió de ella y sólo citó a algunos de sus más insignes eslabones para criticarlos, como es el caso de Ibn Sina o Al-Razi.

Y afirma también Ibn Arabí que ese lugar donde mora la sombra, aunque supongas que no existe "es una realidad inteligible", y que se halla en potencia en la identidad del individuo. Porque para actualizarla, debe visitar el interior de su tierra, para rectificar hasta hallar dentro de ella la piedra oculta (y éste será el acróstico de la palabra vitriolo: visita interiorem terrae rectificando invenies occultam lapidam). Y de ahí el ahondar en el conocimiento de uno mismo, depurándose, separando la luz, de la escoria; el oro, del plomo, lo sutil, de lo denso; la sabiduría, de la ignorancia. O hablando en clave mitológica: los doce trabajos de Hércules.

Ya Platón habló en sus Leyes de cómo las inteligencias de los cuerpos celestes debían recibir el sacrificio por parte de los hombres. Quienes lo interpretaban literalmente, efectuaban sólo los sacrificios externos; quienes lo hacían internamente, aplicaban el auténtico sentido del mismo: sacer facere, es decir, hacer sagrado, elevar al hombre hasta la Divinidad, transmutándose mediante la alquimia interior, reconociendo y rectificando (de hecho, la rectificación es una de las primeras fases de la Obra alquímica). E Ibn Arabí - que a ese acto de participar en la creación divina lo llamará imaginación- reformula esta máxima del conocimiento interior, y por eso, en el siguiente párrafo ya habla de la importancia de la luz para iluminar aquellas estancias que no reconocemos como propias:
"Es por Su Nombre la Luz por el que acontece la percepción, así como también es por el que se despliega esa sombra sobre las actualizaciones de los posibles, sobre la imagen de la ausencia desconocida. ¿No ves cómo es natural en las sombras tender inevitablemente en su color a la negrura, como haciendo referencia a su ambigüedad?, y es por la lejanía de la adecuación entre ellas y los individuos a que corresponden" (op. cit. p.51).

El Espejo y su reflejo: como es Arriba, es Abajo


El tema del autoconocimiento no fue sólo abordado en el mundo islámico por Ibn Arabí o la escuela del Pseudo-Empédocles. Ya Al-Farabí, por ejemplo, en su Libro de la concordia entre Platón y Aristóteles propone una cosmología que, en un sentido profundo, invita a ser interpretada desde la máxima hermética, pues al fin y al cabo, también él fue hijo de Hermes. Todo el conocimiento que el Creador tiene de Sí Mismo procede de Él en tanto que primer principio, el Uno, de donde emana la primera de las Inteligencias...Y en ese mismo acto de conocerse ya genera una Inteligencia segunda que la imita - es decir, que también se conoce a sí misma- produciendo con ello el Alma del primer cielo. A partir de aquí se desencadena una escala de esferas celestes que al conocerse a sí mismas producen la siguiente esfera, y en este orden: cielo de las estrellas fijas, esfera de Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio, Luna y, finalmente, la Tierra.

De todo este orden de las esferas reflexionarán muchísimo todos los filósofos islámicos, y por supuesto, los andalusíes. Pero habría que reflexionar hasta qué punto la famosa revolución andalusí contra el orden propuesto por Ptolomeo - ahí el alquimista, astrónomo y filósofo sevillano Yábir Ib Aflah y otros...- no procedía de un criterio astronómico en el sentido actual del término, sino puramente místico. Y hasta qué punto esa reflexión última no procedía de las experiencias personales en sus respectivos laboratorios, rodeados de alambiques, fuelles, retortas, pelícanos, alcoholes, plantas y metales...Pues ése era el más profundo sentido de la alquimia, aunque el mundo profano de entonces y de ahora, sólo entreviera la "proyección" de su propio inconsciente: la transmutación del plomo en oro para obtener la riqueza material. Quien quiera que lea los libros de Ibn Arabí se percata de cómo él y todos los alquimistas y sufíes se desasían de toda cosa creada para buscar afanosamente la sola riqueza espiritual, incluso renunciando a los llamados "carismas".

La cosmología de Ibn Arabí será expuesta en otra ocasión. De momento, y en aras de lo que perseguimos en este artículo, bástenos saber que asignaba a cada uno de los cielos planetarios su respectivo profeta, desde a Abraham a Adán, quedando Idris - el patriarca Enoc para los cristianos y judíos- en la esfera del Sol porque, a su entender, representa al primer "gran espiritual", al hombre divino por excelencia. ¿Y dónde queda el Profeta Muhammad - s.a.s- en este orden de las esferas? En tanto que Sello del ciclo profético, representa el atributo de la Totalidad y símbolo del Árbol del Universo. Por consiguiente, es el Hombre Perfecto, a imitar por todos los creyentes que pretendan la transmutación de sus sombras en luz. Los cristianos de la Edad Media colocarían a Jesucristo - que en Ibn Arabí ocupa la esfera de Mercurio- como el Rey redentor, pero a los efectos alquímicos significa lo mismo: es el espejo que rescata a nuestro rey interior, a aquel permanece en el mar del inconsciente como una llama de luz en potencia.

Aunque ya en su Libro del nocturno viaje hacia la Majestad del más generoso Ibn Arabí nos había narrado su ascensión extática por las esferas celestes, el tema será desarrollado sobre todo en ese capítulo del Futuhat llamado, precisamente, "La alquimia de la felicidad" (Futuhat II, cap. 167, pp. 356-375). Un filósofo y un teólogo ascienden juntos y van recibiendo la sabiduría propia de cada una de las esferas partiendo desde la Tierra, pero el primero se queda sólo con los reflejos que en el mundo sublunar produce cada esfera, mientras que el teólogo, además, es instruido por cada uno de los profetas con iluminaciones esotéricas. Y así como el filósofo sólo puede llegar a la esfera de Saturno, el teólogo ascenderá más allá del Loto del Límite, más allá de la incorruptible esfera de las estrellas fijas, más allá de la esfera del Zodíaco, y la del Escabel del Trono divino - símbolo de Su infinita misericordia y justicia-, para arribar hasta el mismo Trono de Dios, ya en éxtasis, donde contempla el mundo espiritual de las ideas platónicas, e incluso esa niebla primigenia existente antes de la separación de la luz y las tinieblas en el primer día de la Creación.

Por lo tanto, el mundo sublunar tan rico en diversidades es la Sombra, y el gnóstico ha de retornar a la Unidad primigenia: "Desde la unicidad de Su mismo Ser Sombra, Él es el Verdadero, pues Él es siempre Uno, y el Único. Y en la multiplicidad de las imágenes, Él lo es Todo. Advierte y verifica lo que te he aclarado" (p.52), afirmará en este mismo capítulo dedicado a José. Y prosigue en unas claves que hoy algunos la denominarían junguianas: "¿Es que acaso no ves la sombra unida al individuo desde el que se extiende, siéndole imposible romper esa unión? A la cosa le resulta imposible desatender lo que es su identidad. Esfuérzate por conocer tu propia determinación, es decir, el resultado de qué actualización eres, por saber quién eres, cuál es tu ipseidad y cuál tu relación al Verdadero, qué es aquello por lo que eres Verdadero y aquello por lo que eres Mundo y alteridad y diferente, y todas las demás cuestiones que tienen semejanza con éstas. Es aquí donde los sabios se distinguen entre ellos: los hay que son sabios y los hay que son aún más" (op. cit. p.52).

Es decir, invita al hombre a saber qué grado de conocimiento de sí mismo posee ("tu propia determinación"), y qué conjunto de proyecciones posee aún como Sombra ("aquello que eres Mundo y alteridad y diferente"), dado que, como bien se dice en el Sagrado y Noble Corán "Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor". Pero ese conocerse, advierte Ibn Arabí un par de párrafos después, no consiste sólo en conocer Sus Nombres: "Toda la existencia es imaginación en imaginación. Y la Existencia Verdadera es Allah, en Su especificidad y en Su actualización, y no en tanto a Sus Nombres, ya que Sus Nombres tienen dos aplicaciones: la primera, su determinación, que es la Identidad por ello denominada; y la segunda, su significado por el que cada Nombre se diferencia de los demás, distinguiéndose..." (op. cit. p.53).

Lumen gloriae

La luz de los místicos musulmanes resplandeció de tal manera, que los más sinceros filósofos europeos no tuvieron ambages en reconocer su supremacía sobre los filósofos latinos, tan como hicieron Alberto Magno y Roger Bacon, dos destacados alquimistas de su tiempo, el primero ávido lector del zaragozano Ibn Bayyá, también hijo de Hermes, a quien cita - a veces literalmente- en algunas de sus obras.

El propio Santo Tomás, filósofo y alquimista, confiesa que para buscar fuentes sobre el problema de la iluminación, no recurrió a los Santos Padres de la Iglesia, sino a Ibn Sina, Al-Farabí, Ibn Bayyá (Avempace) o Ibn Rushd (Averroes), cuya teoría de la visión beatífica acepta por completo como la más adaptable a la visión de Dios por aquellos gnósticos que habían subido por la escala. Asimismo, al explicar Santo Tomás la claridad como una de las dotes del cuerpo glorioso, claridad que fluye del alma al cuerpo si previamente se ha llenado de luz, redunda en algo ya explicado por el propio Ibn Arabí en su Futuhat (I, 418, 1.9), quien a su vez lo había tomado seguramente de los teósofos de la luz: los ishraqíes. Todos ellos se refieren a lo mismo: al vencer el hombre a sus propias sombras, reconociéndolas, rectificando y transmutándolas, se va produciendo esa alquimia interior que lo inunda paulatinamente de luz.

¿Leyó Carl G. Jung a Ibn Arabí?

No parece descabellado suponerlo, toda vez que la publicación en 1919 del hermosísimo ensayo de Asín Palacios La escatología musulmana en la Divina Comedia produjo tan alta conmoción en el mundo intelectual europeo que fue inmediatamente traducida a casi todas sus lenguas. El hecho debió interesar sin duda alguna a ese espíritu inquieto y ávido de sabiduría como fue el sabio psiquiatra suizo, quien al leerlo, tomaría contacto con las enseñanzas de Ibn Arabí, que el gran arabista español insertó en su libro para demostrar la influencia directa de éste sobre el Dante.

Respecto a Jung, algunas fechas parecen coincidir de modo curioso. Obsérvese que fue R.A. Nicholson, el profesor de árabe de la Universidad de Cambridge, quien publicó por vez primera en 1911 una traducción inglesa del Tarjuman al aswar, y esperó hasta 1921 - el mismo año de la traducción inglesa del libro de Asín Palacios, que recibió elogios unánimes por parte de la crítica anglosajona-, para publicar textos y estudios sobre Ibn Arabí y Abdelkarim Gili en su Studies in Islamic Mysticism, así como el Masnawi de Rumí. Sin duda alguna, el mundo intelectual europeo sintió que ese mundo de influencias mutuas que existió entre el Cristianismo y el Islam apenas había sido explorado en todas sus dimensiones. Por esas fechas, Jung ya se había separado de las tesis limitantes de Freud, y había ido reeditando y añadiendo nuevas reflexiones a su interesantísima obra. Seguramente, el concepto de Sombra lo tomaría prestado de Platón, pero no descartaríamos en absoluto que en algunos aspectos de su doctrina fuera enriquecido por las ideas de Ibn Arabí, sin mencionarlo (como en su día hizo Paracelso), pero siendo consciente de que la hondura de sus propias tesis lo conectaba con él. Mas fue una sincronía, como el mismo Jung afirmaría empleando un término propio de una de sus más sabrosas teorías, dado que el Fusus aún no se había traducido, aunque sí un buen resumen de la teosofía akbarí en el estudio de Nicholson.

Por más que los pescadores de perlas de sabiduría arrojemos nuestras redes al océano de la obra del místico andalusí,
una vida entera no bastaría para extraer ni la mitad de sus tesoros espirituales.

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