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viernes, 28 de enero de 2011

EL PAPIRO DE SEPT, de Isabel Pisano

Yo, Sept, el Sumo, el anunnaki que encarna el poder supremo en este mundo y en los otros, ante la hora de la prueba que nos espera a todos los vivientes en el planeta Tierra, siento la necesidad de redimir mi conducta y la de mis súbditos haciendo una revelación de gran importancia.

Al principio, los hombres que creamos como esclavos eran sólo animales de carga. Poco a poco notamos en ellos gestos que dimos en llamar “humanos”, ya que en nuestra raza no existen. Comparando nuestra conducta, tal vez a causa de nuestra longevidad y poder, comprendimos que hemos sido crueles y soberbios. Aunque es difícil entender lo que eso significa, porque en nuestra raza el sentimiento no existe, sólo cuentan la tecnología y el dominio de los demás.

A través de la historia, los terrícolas quisieron liberarse de nuestro yugo y se alzaron contra nosotros; usamos para destruirlos las armas más poderosas que teníamos. Y los exterminamos en las orillas del mar Muerto (*), pero sobrevivieron primero al diluvio y luego a nuestra cruzada.
Intentamos conocer el origen de esa fuerza inextinguible. La pauta me la dio un terrícola que hice morir en el martirio y que reía en la parrilla. Le cogí una mano, y lo que me transmitió era extraordinario. Él sentía cada célula de su cuerpo, era consciente de cada partícula infinitesimal del mismo. Entendí entonces que el significado de la vida de los hombres de la Tierra se aleja del objetivo que nosotros nos planteamos al crearlos en la Casa de la Vida. Han recibido un don de la energía universal que nos ha alumbrado. El existir sólo para acrecentar la conciencia de ser y estar al servicio de algo mayor que ella misma. Y eso se nos ha escapado.

Ellos pueden parar una catástrofe segundos antes de que suceda. Nosotros hemos intentado con nuestra inteligencia y tecnología comprender nuestra razón de ser. Nada más equivocado que eso. Los terrícolas se alimentan de la energía del Cosmos que yace en su interior y a su vez el Cosmos se alimenta de ellos.

No sé adónde nos dirigimos los anunnaki cuando morimos, sé que los hombres vuelven al origen del Todo. He podido vislumbrar eso que entre ellos llaman “alma” como una luminosa, deslumbradora partícula infinitesimal de luz. En esa luz yacen el principio y el fin, la razón de todas las cosas, la contemplación impasible y sublime del entero universo. La elección es posible: vivir para siempre o morir y ser consumido.

No todos los terrícolas lo saben, a una gran parte hemos logrado neutralizarlos con nuestros métodos, pero otra resiste. Son los que se han librado de la importancia personal. El humilde encarna al hombre inmortal, y es inútil intentar destruirlo.

Nosotros, que hemos viajado de un lado a otro en el universo, trazado el mapa del cielo del sistema solar, bautizado esta tierra entre dos ríos como el Reino de los Cielos, comprobamos con envidia que ellos viajan sin moverse del sitio, que pueden llegar a los confines ilimitados del universo, más allá de cualquier posibilidad de localizar en el espacio y en el tiempo en que transcurre nuestra existencia. Hasta hoy creíamos que el reino de los cielos era nuestro reino, pero ya no sabemos a quién pertenece.

Los anunnaki creemos firmemente en Dios, una inteligencia cósmica que rige nuestras vidas. Cuando redujimos la vida del hombre a la de una hormiga se produjo en él un efecto indeseado: se ayudaban entre ellos, se compadecían, se unían. Inventaron palabras nuevas: “solidaridad”, “sentimiento”, “altruismo”, “esperanza”, “amor”. Palabras que en nuestra lengua no existían. Intentamos destruir esa lacra con cosas materiales: les pusimos delante el oro que brillaba con fuerza, el vicio, la comida. Muchos se perdieron pero otros se mantuvieron fieles a ese espíritu divino, a esa semilla cósmica indestructible. Esos hombres y mujeres son inmortales porque merecen serlo. Si ellos sobreviven a la catástrofe, muchos de nosotros también lo harán. Si los hombres quieren seguir en este planeta deben rechazar lo que bajo distintos aspectos se les ofrecerá: todos nuestros dones y ofrecimientos están emponzoñados.

Y ellos están destinados a descubrir los caminos interiores, entre el miedo que paraliza, la desesperanza, la desolación y la injusticia, la muerte, la soledad, la guerra, las enfermedades, la impotencia.

Los hombres a los que arrebaté la vida eran alumbrados por una luz que venía desde lo más lejano del universo. Una llama inextinguible que los ayudaba a salvar obstáculos, a esquivar emboscadas, a recorrer desiertos, a subir con fatiga las montañas, a salir de las cuevas. A guiar sus pasos hacia la iluminación honrando el milagro más sublime de la energía inteligente del Cosmos: la vida.

(*) Se han encontrado evidencias de un ataque con armas desconocidas en el presente y que datan de alrededor del 2040 a. C. en el mar Muerto. En éste se conservan aún partículas de algo que a distancia de tantos siglos todavía mata. Esa onda mortífera creó un ciclón que acabó con la civilización sumeria. Los supervivientes del Armagedón de los anunnaki vivieron un retroceso enorme, que tuvieron que superara solos. Abraham y su pueblo huyeron de la devastación hacia el sur, y el patriarca tuvo un hijo, Isaac, a los cien años gracias a sus genes híbridos. El hijo de Isaac, Jacob, pasó a llamarse Israel. Algunos historiadores sostienen que Israel es nada menos que la combinación de los dioses egipcios Osiris, Ra y el dios de Mesopotamia El.

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