Por mor de su dimisión, Benedicto XVI ha pasado, de la noche a la mañana, de ser uno de los más criticados de los últimos papas dentro y fuera de la Iglesia, de ser acusado de inquisidor de la fe y considerado el látigo intelectual de la modernidad, a convertirse en un respetado y venerable anciano que decide renunciar al pontificado por falta de fuerzas y cuyo pasado se olvida, se pone entre paréntesis, se oculta o se disculpa. A partir del 12 de febrero, día en que anunció su renuncia, las críticas hacia su persona y sus actuaciones se han tornado elogios, y los análisis objetivos de su pontificado se han convertido en ditirambos (“alabanza entusiasta y exagerada de algo o alguien”, María Moliner, Diccionario de uso del español).
La dimisión ha tenido un efecto balsámico y autorredentor. Lo que no deja de ser llamativo tratándose de una persona que está a punto de cumplir 86 años y ha ejercido el poder durante más de siete lustros en puestos de máxima responsabilidad en la cúpula de la Iglesia católica: cinco años como arzobispo de Múnich, una de las diócesis más importantes de Alemania, 23 años como presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe y casi ocho años de Papa. Lo único que parece quedar de su pasado es el gesto ciertamente inusual, y quizá ejemplar, de la dimisión, que no se había producido en el catolicismo desde hacía seis siglos.
Se pretende eximir a Benedicto XVI de toda responsabilidad en los errores, escándalos, deslealtades, corrupción, abusos sexuales, pederastia, autoritarismo, falta de democracia, irregularidades económicas, robo de documentos, mal gobierno, discriminación de las mujeres y persecución de los teólogos y las teólogas, cuando es el verdadero y principal responsable. Las culpas tienden a cargarse sobre sus más inmediatos colaboradores y sobre Juan Pablo II. Se olvida que, durante buena parte del pontificador anterior, el cardenal Ratzinger fue su ideólogo, su mentor, su brazo derecho y el autor o inspirador de buena parte de los...
documentos más conservadores de aquel pontificado. Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger eran almas gemelas en plena sintonía, en perfecto entendimiento, sin desacuerdos, con un reparto consensuado de papeles.
Se ha dicho que los colaboradores de Benedicto XVI en el gobierno de la Iglesia, el secretario de Estado, el administrador, el director del Instituto para las Obras de la Iglesia (Banco Vaticano) y otros, han actuado a sus espaldas, le han traicionado, le han sido desleales. Pero se olvida que fue él quien los nombró, en un gesto de plena responsabilidad, entre las personas de su confianza y quien los ha mantenido en sus puestos hasta el último momento.
Se ha desvinculado a Benedicto XVI de las intrigas vaticanas y de las luchas por el poder, incluso se le ha presentado como víctima de las mismas. Pero se olvida que ha sido él, por acción u omisión, quien ha fomentado dichas intrigas y luchas, ha podido atizarlas o, al menos, ser cómplice de las mismas por no detenerlas a tiempo. En apenas dos semanas, desde que anunció su dimisión hasta que se hizo realidad, ha adoptado más decisiones y medidas correctivas sobre la Curia que durante los ocho años de gobierno. ¿Por qué no las tomó antes?
Se le ha presentado como prisionero de la Curia romana que, se dice, le ha puesto todo tipo de zancadillas y le ha impedido llevar a cabo los cambios que deseaba. Pero se olvida que, lejos de ser prisionero, lo que hizo fue, en continuidad con Juan Pablo II, cerrar las puertas y las ventanas del Vaticano a cal y canto a los aires de la modernidad y de la liberación. Puertas y ventanas que Juan XXIII abrió de par en par. Lo propio es que antes de dimitir hubiera hecho público el documento que saca a la luz los escándalos de todo tipo en el Vaticano elaborado, a petición suya, por tres cardenales. Los cardenales que van a elegir al nuevo Papa han pedido conocerlo y su petición no ha sido atendida.
Se ha elogiado su firmeza en la solución de los problemas de la pederastia y en el retiro de Marcial Maciel a la vida privada y a la oración, y se ha contrapuesta dicha actitud a la permisividad o, al menos, la inacción de Juan Pablo II y a la complicidad y encubrimiento de algunos de sus colaboradores, como el cardenal Sodano. Y ciertamente, responsabilidad, y muy grave, en los casos de pederastia tienen el Papa polaco y su secretario de Estado. Pero no debe diluirse la del cardenal Ratzinger, sino que ha de compartirla ex equo con los otros responsables.
Siendo arzobispo de Múnich, una de las archidócesis más importantes de Alemania, según informaciones aparecidas en los medios de comunicación, se limitó a cambiar de lugar a algún sacerdote que había cometido abusos sexuales contra los niños, en vez de sancionarlo canónicamente y poner el caso en manos de la justicia. Siendo máximo y todopoderoso responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe, silenció, archivó y ocultó los casos de pederastia que llegaban a la Congregación e incluso aprobó un decreto que imponía silencio tanto a las víctimas como los culpables bajo sanciones canónicas muy severas si hablaban en público, para que no cundiera el escándalo. Algo parecido hizo con las reiteradas denuncias que le llegaban sobre el fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel
Se ha recordado el cambio de actitud de Benedicto XVI en relación con el uso del condón en situaciones excepcionales en una conversación con el periodista alemán Peter Seewald, publicada como libro bajo el título el libro La Luz del mundo, donde todas son cautelas. Pero se olvida el escándalo mundial que produjeron sus declaraciones en África contra el uso del condón afirmando que lejos de evitar el SIDA, lo extendía más, hasta el punto de ser acusado de atentar contra la vida y de ser declarado persona non grata por algún parlamento nacional.
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones en la Universidad Carlos III de Madrid. Autor de ‘Otra teología es posible’ (Herder) e ‘Invitación a la utopía’ (Trotta). Es, además, secretario general de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII
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