Otro aspecto mental que afecta el mundo es el lenguaje, como demostró un estudio realizado por Lara Boroditsky en el que se encontró una correlación entre conocer más palabras para describir un color (el azul en este caso) y la capacidad de distinguir diferentes tonos de ese color. Literalmente el lenguaje nos hace ver más.
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martes, 26 de marzo de 2013
El poder de las creencias para transformar la realidad
Estudios científicos muestran que nuestras
creencias afectan nuestra realidad y nuestra capacidad de percibir y
decodificar el mundo. Como si todo fuera placebo y como si Hamlet fuera
el más cuerdo.
Cada vez crece más el “cuerpo” de
evidencia de que lo que pensamos y creemos –nuestra mente– afecta de
manera significativa lo que vivimos –nuestra salud, nuestra capacidad
cognitiva y nuestra realidad. Esto ha llegado al punto de que respetadas
revistas de divulgación científica, que cuentan con el aval del mentado mainstream,
en tiempos recientes han comenzado a publicar numerosos artículos en
los que se explora este tema –de alguna manera tabú para la ciencia
clásica que trazaba una tajante e inexorable división entre aquello que
pertence al mundo subjetivo de la mente y aquello que pertenece al mundo
objetivo de la naturaleza (o realidad física)… Y, dentro de esta
perspectiva racionalista, ambos mundos, como si tuvieran una especie de
calzón de castidad antiplasma, difícilmente se podrían afectar (y menos
aún rasgar del todo para llegar a la cópula efusiva del artista, que
expresara Wallace Stevens, donde “la imaginación es la voluntad de las cosas”).
William James, el famoso psicólogo de
Harvard, sin embargo, había atisbado hace más de un siglo que el mundo
material y el mundo mental no son tan fáciles de dividir. “Aunque parte
de...
lo que percibimos viene de los objetos alrededor de nosotros hacia
nuestros sentidos, otra parte (y podría ser la mayor) viene de nuestra
propia cabeza”.
Un nuevo ejemplo de esta celebrable expansión de la mente científica, es un artículo
publicado en la revista Scientific America, escrito por Maria
Konnikova, en el que se comenta un estudio reciente cuyos resultados
implican que lo que creemos acerca de la inteligencia determina hasta
cierto punto que tan inteligente somos.
Antes de revisar este caso específico,
recordamos una serie de investigaciones anteriores que nos sugieren un
cambio paradigmático de perspectiva: más que el cuerpo, es la mente la
que fija los límites del mundo y le otorga esa característica que
llamamos “su solidez”. Es decir, el mundo (o nuestro cuerpo) es tan
sólido e inalterable como lo es nuestra mente. Más allá de algunas
evocaciones new age, existe evidencia científica de que meditar, visualizar, creer, rezar, soñar, etc., afectan nuestra cuerpo de manera tangible, tal que modifican su estructura. Interesante, sin duda, es el caso del placebo, esa menta mental,
el cual incluso cura cuando una persona sabe que lo que está tomando es
placebo, sugiriendo que somos entes enteramente programables.
Otro aspecto mental que afecta el mundo es el lenguaje, como demostró un estudio realizado por Lara Boroditsky en el que se encontró una correlación entre conocer más palabras para describir un color (el azul en este caso) y la capacidad de distinguir diferentes tonos de ese color. Literalmente el lenguaje nos hace ver más.
Otro aspecto mental que afecta el mundo es el lenguaje, como demostró un estudio realizado por Lara Boroditsky en el que se encontró una correlación entre conocer más palabras para describir un color (el azul en este caso) y la capacidad de distinguir diferentes tonos de ese color. Literalmente el lenguaje nos hace ver más.
En el caso de la inteligencia, existen
dos esuelas teóricas principales. Los incrementalistas creen que la
inteligencia es fluida y si alguien trabaja, estudia y se aplica se
puede volver más inteligente. Los de la teoría del ente
consideran que la inteligencia está fijada y no obstante cuanto una
persona lo intente no logrará incrementar sus facultades intelectuales.
La investigadora Carl Dweck ha
descubierto que el desempeño cognitivo, especialmente en relación a la
forma en la que se reacciona al fracaso, depende en buena medida en lo
que se cree. Un incrementalista entiende que al fallar en algo también
se abre una oportunidad de aprendizaje; alguien que suscribe a la teoría
del ente, entiende lo anterior como algo irremediable, un determinismo
genético.
Esta diferencia fue puesta a prueba por investigadores de la Universidad de Michigan,
quienes realizaron una serie de ejercicios de habilidades mentales con
distintos estudiantes universitarios. Primero se les pidió que
identificaran patrones en una secuencia de letras. En esta primera
prueba todos los estudiantes cometieron algún error. Después se
discutieron las pruebas y se realizaron pruebas post-error. Los
investigadores descubrieron que en las pruebas subsecuentes aquellos que
creían que la inteligencia se puede incrementar tuvieron resultados
sustancialmente superiores a los que consideraban que la inteligencia
era un entidad fija.
De estos datos,
parece que una mentalidad de crecimiento, donde se cree que la
inteligencia puede mejorar, se presta a una respuesta más adaptativa a
los errores –pero no solo conductualmente sino también neuralmente:
entre más una persona cree en que puede mejorar, mayor es la amplitud de
la señal cerebral que refleja una asignación consciente de la atención a
los errores. Y entre más amplia la señal neural, mejor el desempeño
subsecuente.
Es decir, no sólo querer es poder, sobretodo, creer es poder: esto se traduce directamente a una respuesta neurológica.
Otro estudio quizás aún más interesante,
parece indicar que las personas que no creen que tienen libre albedrío
alteran su capacidad de modificar y ser conscientes de sus propios
actos.
El neurocientífico Benjamin Libet descubrió que el potencial premotor (readiness potential,
en inglés) precede a la intención de actuar unos 350-400 microsegundos.
Lo que significa que nuestro cerebro inicia acción antes de que estemos
conscientes de que queremos hacer algo, aunque tenemos una ventana de
150-200 ms para alterar este proceso de acción –ya que en total el
potencial premotor precede a la acción entre 500 y 600 ms.
En un experimento se realizó la prueba
estándar de Libet. Luego se hiceron dos grupos de voluntarios: al primer
grupo se le leyó un pasaje en el que decía que la ciencia había
descubierto que el libre albedrío era una ilusión; al otro grupo se le
leyó otro pasaje que no hacía mención de esto. Pruebas posteriores
mostraron que el grupo que leyó el pasaje sobre la falta de libre
albedrío tuvo una disminución en su amplitud de potencial premotor, como
si fueran ellos espectadores no-participantes de sus actos. No creer en
el libre albedrío hace que, en cierto sentido, no lo tengamos. Al menos
disminuye nuestra capacidad de ser conscientes de nuestros actos y
modificarlos a una microescala .
HAMLET, REY DEL INFINITO MENTAL
Regresando al terreno fértil de la mente
como eje transformador de la realidad, extendemos la mirada hacia
Hamlet, una figura que quizás deba de ser reconsiderada bajo esta nueva
óptica. Hamlet oscila entre la perclaridad, una lucidez que penetra lo
invisible y la locura–fundamentalmente su demencia es tal sólo ante la
realidad consensual y el orden establecido, algo que el personaje de
Shakespeare trasciende.
Es Hamlet quien dice, como el más
vanguardista neurocientífico, en un acto de autoconciencia: “Why then
’tis none for you; for there is nothing either good or bad, but thinking
makes it so.” [Y entonces no es ninguno para ti; porque no hay nada
bueno o malo, es el pensamiento el que lo hace así.]
Hamlet, para quien Dinamarca es una
prisión –porque su mente la hace así–, alcanza a percibir que la
verdadera sustancia del mundo es la mente. La famosa frase –un brillante
juego de palabras entre la locura y lo que devino en el Aleph de
Borges–: “I could be bounded in a nutshell and count myself a king of infinite space“, [Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y considerarme un rey del espacio infinito] no
sólo revela una conciencia cósmica, holográfica –en cada parte está el
todo– sugiere que es propiedad de la mente transformar la realidad y el
espacio hasta el punto de hacer de una prisión un reino infinito.
Pese a esta hiperestesia, o quizás por
ella, Hamlet cumple con su espíritu trágico y se suicida –antes se había
visto en el espejo de la muerte. El mundo que retrata Shakespeare
ciertamente no estaba listo para asumir su propia fantasmagoría.
Actualmente, más allá de notables avances científicos en el estudio de
la relación y de la primacía de la mente sobre la materia, tampoco
parece que estemos listos para asumir la naturaleza eminentemente
mental del mundo –como si tuvieramos miedo a desaparecer. Y es que lo
que Hamlet y los estudios citados aquí nos dicen en el fondo es que las
creencias o lo que pensamos se convierte en realidad porque
probablemente no existe la realidad, porque no hay nada (absoluto) en
que creer. Y el mundo podría ser de cualquier otra forma. Como dijera
Robert Anton Wislon: “Reality is what you can get away with”.
Para redimir a Hamlet y hacernos reyes
del espacio infinito, aquí-ahora, entre la nuez y la neurona, antes
debemos creernos reyes del espacio infinito: suspendernos sobre el
vacío, en un péndulo que lo mismo oscila al delirio que a la divinidad.
Visto en pijamasurf
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