El bienestar puede entenderse de muchas maneras, puede ser físico y psíquico, depender o no del dinero, de los bienes materiales o de muchas otras cosas. El crecimiento psicológico también se puede entender de muchas maneras, y la práctica espiritual no dejaría de ser un camino que puede adoptar muchas formas diferentes para conseguir nuestros objetivos. Los autores usan el budismo como ejemplo más que como dogma, y lo utilizan como ejemplo de herramienta para conseguir nuestros objetivos, sean cuales sean éstos. Al ser un ejemplo, el lector puede descubrir que la herramienta que están proponiendo –el conocimiento profundo de cómo funciona nuestro cerebro- se adapta perfectamente a todo tipo de objetivos y medios para conseguirlos. Ya he dicho que todo está en el cerebro.
Hemos avanzado en cómo estimular y reforzar los cimientos neuronales de los estados mentales de alegría, bondad y perspicacia profunda, pero,
¿sabemos tanto del cerebro como para poder manipular la mente de un individuo?
Es muy posible que en el origen del lenguaje humano esté la posibilidad de manipular la mente de otros individuos. Incluso la nuestra propia. Al menos esto es así para algunos autores, y yo en parte estoy de acuerdo. Desde hace cientos de miles de años, si no millones, la evolución humana ha contado con un ingrediente importante de manipulación de los otros. Aquel que era capaz de manipular mejor las mentes de los demás, era el que mejores recursos obtenía y, por tanto, dejaba más descendencia. De hecho, una de las constataciones más destacadas de la neurociencia cognitiva de los últimos años es la existencia de mecanismos en nuestro cerebro que nos permiten “meternos dentro” de las mentes de los demás, para entenderlas, para que entiendan también nuestra mente y, por qué no, para manipularlas. Esos mecanismos, y esto es importante, se encuentran poco o nada desarrollados en otras especies, siendo la nuestra la más destacada en este sentido.
Somos la única especie de primates, por ejemplo, que tiene la esclerótica ocular blanca (el “blanco de los ojos”), y su único fin es el de permitirnos entender las intenciones y propósitos de los demás al saber dónde y cuánto miran, y que entiendan también los nuestros.
La manipulación es real y constante, para bien o para mal, y forma parte de nuestro comportamiento instintivo más básico. La cuestión está en que mucha de esta manipulación se basa y se ha basado en experiencias personales, conocimientos intuitivos y muchas veces poco sistemáticos, de forma que no siempre son eficaces. Los conocimientos que estamos consiguiendo en los últimos años desde la neurociencia cognitiva, sin embargo, están permitiendo distinguir “el grano de la paja”, de manera que se está sistematizando qué factores o procedimientos son realmente eficaces y cuáles no. El conocimiento profundo y detallado de nuestro cerebro y su funcionamiento nos permite, y nos permitirá más aún, ser más objetivos en las formas de llevar las mentes de los demás hacia determinados objetivos.
Aquí precisamente tengo que hacer la observación de que quizá el término “manipulación” no sea el más adecuado, ya que lleva implícito un carácter negativo, al menos en nuestro lenguaje más cotidiano.
No siempre se manipula con malas intenciones, ni mucho menos, y ejemplos los tenemos a miles en el trato con nuestros seres más queridos, donde una “mentira piadosa” o una verdad a medias o endulzada de determinada manera son ejemplos de manipulación mental con nobles objetivos. Incluso en el mundo de la educación y la docencia en general, donde los conocimientos se aportan haciendo una selección y siguiendo un orden, a sabiendas de lo que hay en la mente de aquellos a quienes estamos educando, de sus posibilidades y limitaciones, y de cómo llevar esas mentes hacia la consecución de determinados objetivos. Esto es manipulación, en definitiva, pero con buenas intenciones.
¿Cómo ha evolucionado el individuo en relación a la gestión del sufrimiento?
La pregunta se refiere al individuo, y la respuesta debería ser, por tanto, individual, es decir, que depende de a qué individuo nos estemos refiriendo. Pero si sacamos algunas conclusiones de todo lo que llevamos dicho hasta aquí, podríamos decir que la gestión del sufrimiento por parte del individuo depende de muchos factores.
Algunos de estos son innatos, vienen condicionados o influidos de forma importante por los genes que nos han transmitido nuestros padres. Otros factores son ambientales, educativos, de experiencias personales, de las relaciones en el hogar, en la escuela, en la calle, en la vida misma. Esto ha sido así desde el principio de los tiempos, y numerosos movimientos y religiones, entre ellos el budismo, han servido de herramientas, las más de las veces eficaces, para poder gestionar eficazmente ese sufrimiento con el que venimos “de fábrica” por haber sido más adaptativo estar más pendiente de lo negativo más que de lo positivo. La ciencia está ahora aportando conocimientos en este sentido, y el libro “El cerebro de Buda” es un buen ejemplo, conocimientos que mejorarán sin duda la forma de gestionar el sufrimiento por parte de cada individuo. La esperanza de vida y la salud física, en general, ha mejorado muchísimo en el último siglo gracias a los avances científicos. Ha llegado la hora de que la ciencia aporte también de manera notable los conocimientos que está alcanzando en los últimos años para mejorar nuestra salud y bienestar mentales.
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